domingo, 21 de febrero de 2010

EL ERRANTE


El cielo se había oscurecido. Las nubes se habían adueñado de todo y el gris era el color predominante. Va a llover, pensó. Pero no le importaba. Su gabardina camel cubría un traje de chaqueta azul oscuro, con camisa blanca. No llevaba corbata. Para qué. Nada tenía sentido, pero al menos, quería tener el cuello libre para respirar las últimas bocanadas de aire que le quedaban. Los zapatos eran marrones y las tapas de las suelas resonaban en el asfalto. Encima de su cabeza, un sombrero marrón. No le iba a proteger en exceso de la lluvia, pero al menos, se decía, le adornaba un poco.

No se preocupó por combinar el vestuario. Le daba igual que le miraran por la calle. A nadie le importaba. Él tampoco se metía con la manera de vestir del resto de los mortales. Aunque algunas veces lo hubiera deseado, sobre todo con su vecina. Los zapatos de su marido, unidos a la falda rosa y a la camiseta blanca ajustada, que no le marcaba precisamente sus definidas formas, eran una visión espantosa. Si a todo eso se le añadía su carácter cotilla e irritante, el resultado era peor que una bomba atómica. Pero bueno, no se le podía decir nada. Era su vecina y siempre pensó que quizá la necesitaría en algún momento.

De todos modos, procuró no necesitarla nunca. Y así fue. Él era un hombre solitario, huraño. Nunca necesitó de nadie. Bueno, sí. Una vez. Solo una, pero fue suficiente. Miró de nuevo al cielo. La primera gota cayó sobre su ojo y se lo cerró. Después de esa vinieron muchas más. Un aguacero. Pero él siguió caminando por las grises calles de la ciudad. Sólo tenía un destino, pero antes necesitaba despedirse del lugar que le había visto crecer y le iba a ver morir. Creía que la mejor manera de hacerlo era visitar por última vez todos sus rincones. Quería que su último recuerdo fuera ese.


Su ciudad. No había necesidad de describirla, de trazar un plano mental. Se la conocía al dedillo. No en vano, había vivido la totalidad de sus cuarenta años allí. Un cuarto de baño de un piso destartalado del centro le había visto nacer. A su madre no le había dado tiempo a ir al hospital. Y él se había adelantado. Como siempre. Siempre iba por delante en todo. Eso fue lo que le arruinó, lo que no le permitió ser como los demás. Ahora daba igual, no se podían cambiar las cosas. Y él, por qué engañarse, tampoco quería cambiarlas. Así habían venido y así había que aceptarlas y afrontarlas. No quería ser un cobarde.

Las únicas veces que su ciudad se teñía de algún color que no fuera el gris claro eran los días de fiesta. Tenía diez al año. En la primavera se celebraba la fiesta de la patrona, que duraba una semana completa. Era un asco, la odiaba. Desde la mañana hasta la tarde, todo eran celebraciones religiosas. Todo eran alabanzas y adoraciones a un ser que se supone que nos protege y nos cuida, pero que él nunca había visto. Desde que, con séis años, vio cómo su padre era asesinado por un hijo de puta que le clavó una navaja en el costado, había perdido todo tipo de fe. Decidió desde ese momento que solamente iba a creer en sí mismo. Ahora se daba cuenta que ni esa fe poseía ya. De todos modos, las fiestas celebradas a finales del verano, en honor al patrón de la ciudad, sí que le gustaban. Duraban menos tiempo, solamente un fin de semana, y no había ningún tipo de ceremonia religiosa ni de celebración organizada por el Ayuntamiento a la que hubiera que asistir. Simplemente consistía en salir a dar una vuelta con los amigos. La gente joven ponía dinero para organizar algún concierto, pero eso a él no le interesaba. Solo le bastaba con salir con su mejor amigo a tomar una cerveza. ¡Qué tiempos aquellos! Hacía ya tres años, desde que su necesidad se fue de su lado, que no salía de casa cada vez que llegaban las fiestas estivales. Ya no le interesaban. Solo quería estar solo en casa. La compañía de la gente le incordiaba, siempre le había incordiado, y su mejor amigo ya no se hallaba en el mundo de los vivos, así que, ¿qué sentido tenía salir a la calle?

El resto del tiempo era una ciudad gris, justo como a él le gustaba. Con un trazado completamente irregular, recordaba que le encantaba perderse por sus calles e ir descubriendo rincones nuevos cada vez. Rincones nuevos que le inspiraban y le hacían escribir. Siempre iba con un cuaderno y con un bolígrafo en la mochila. Cuando veía un lugar adecuado, se sentaba, solo, y escribía. Muchas veces eran cosas sin sentido, pero él necesitaba contarlo en ese momento. Luego, avatares del destino, fueron esas gilipolleces de adolescente las que hicieron que, posteriormente, se convirtiera en un escritor conocido. Quizá no demasiado, puesto que su ciudad contaba solamente con unos cien mil habitantes, y su fama no llegó mucho más allá de la provincia, pero al menos pudo vivir con ello. Eso fue lo que atrajo su única necesidad hacia él. Una necesidad que su madre nunca quiso que surgiera, pero que provocó que él se rebelara contra todo y abandonara todo por seguirla. ¡Ay, si le hubiera hecho caso como siempre!


Su madre. El pilar de su vida. La única persona en la que en realidad se apoyó. Ni siquiera en su mejor amigo. No sabía qué era lo que les unía de un modo tan extremo. Quizá fue lo que le hizo sufrir cuando vino al mundo, tirada en el baño y sola, sin ayuda de nadie. Quizá fue la actitud de su padre cuando ya no la quería. Quizá fueron los momentos duros que pasó cuando su padre fue asesinado. Fuera lo que fuese, el hecho es que madre e hijo no podían vivir el uno sin el otro, ni siquiera podían estar separados más de un día. Hasta que la necesidad llegó.

Ella era una mujer muy bella. No era muy alta, pero tenía un cuerpo bien moldeado. No como el de la vecina, pensó. Sonrió. Ese pensamiento malévolo no era muy propio de él. Pero qué más daba. Pensemos mal y riámonos de la gente. Pero la imagen de su madre volvía a su mente. Era morena, con el pelo largo. Tenía la cara muy redonda y unos grandes ojos negros, que él había heredado. Era la mejor persona que había conocido. Siempre tenía una sonrisa en la boca y era amable con todo el mundo. Nunca se la veía sufrir. Al menos, no la veían los que no la conocían lo suficiente. Bajo esa máscara de felicidad siempre había algo más. Un sufrimiento oculto. Al principio por la falta de amor de su padre, cuando se fue con esa furcia. Después, por la angustia y la impotencia de tener que criar a un hijo sola.

Pero ella salió adelante, tal era la fuerza que poseía en su interior. No solo le proporcionó a su hijo todo lo que éste necesitaba, sino que además le educó lo suficientemente bien como para ser lo que había sido hasta hacía unos años: un hombre de provecho. Fue ella la que le animó a publicar sus escritos, ella la que estuvo siempre empujándole hacia arriba cuando se hundía en el lodo. Ella, en muchas ocasiones su fuente de inspiración. Ella, la que le dio la vida. Esa tarde gris de verano. La casa demasiado vieja. El techo cedió. De todos modos, en el fondo de su ser algo le atormentaba. Se sentía culpable. Desde que la necesidad apareció en su vida, era consciente de que la había ido matando poco a poco. Lo que ocurrió de verdad solamente fue un punto y final al sufrimiento. Lloró. Sus lágrimas se fusionaban con las gotas de lluvia que aún caían sobre la ciudad. No sabía si le estaba viendo desde algún sitio. De hecho, para qué engañarnos, era consciente de que no le estaba viendo. Y era mejor. Por que así no tenía que ocultar su hundimiento. Así no tenía que ocultar lo que finalmente iba a hacer. Así no le iba a tener que dar explicaciones de nada, y de esa manera el sentimiento de culpabilidad no iba a tener ocasión de aumentar.


Levantó la cabeza. Había oído algo. El sombrero ya se había arrugado lo suficiente como para parecer un trapo húmedo. Se lo quitó y lo tiró en la acera. Se volvió y vio el origen de los sonidos. Era el panadero, el padre de su mejor amigo, que le gritaba para que se refugiara en su casa. Lo miró, sonrió, hizo un gesto de despedida con la mano y siguió andando. No podía entrar en esa panadería. No. Demasiados recuerdos. Alegres, la mayoría, pero con el paso del tiempo se habían convertido en dolorosos. Porque él ya no estaba entre los vivos. Y porque nuestro errante sólo se hallaba en cuerpo entre ellos.

Lo conocía desde que fueron a la escuela con cinco años. Cómo olvidar su nombre: Ethan. El único nombre que se atreve a mencionar. El chiquillo marginado, pequeño, con gafas. El más inteligente de la clase. Su mejor compañero hasta la llegada de la necesidad. ¡Puta! ¡Qué imbécil había sido! A Ethan también lo había abandonado. Sabía que si no lo hubiera hecho ahora mismo estaría vivo y tendría un hombro en el que apoyarse. Pero no. Tuvo que joderle la vida. Ahora, coincidencias del destino, él iba a correr la misma suerte. En el mismo lugar y a la misma hora. Era su pequeño homenaje. Su despedida. Su manera de decirle que lo sentía. No le iba a estar viendo, al igual que su madre, pero en su interior algo le decía que tenía que hacer las cosas de ese modo. Y así iba a ser. Hacia el vacío sin retorno.

Era consciente de que Ethan no había tenido más amigos que él. Pero le bastaba. Desde que lo vio entrar por la puerta y sus miradas se cruzaron por primera vez, supo que iba a ser ese y no otro el elegido para ocupar la posición de amigo. Con el tiempo se fue dando cuenta de que no se había equivocado, que se había adelantado de nuevo y había sabido elegir bien. Era un chico con muchas cualidades que a él le gustaban, pero poseía una que destacaba sobre las demás: la sinceridad. Todo lo decía, todo lo comentaba, y siempre con buen criterio. Todas las veces que le hizo caso le fue bien, salvo una. Esa una que ya había matado a uno y ahora iba a acabar con el otro.

Con los años se fue forjando una amistad a prueba de balas. Una amistad basada en la sinceridad, el respeto y la libertad. Ethan, al igual que su madre, le animó a que publicara sus escritos. De hecho, él era su más ferviente crítico. Antes de publicar nada, siempre se lo daba para que lo leyera. Y tras las modificaciones que su amigo le indicaba, el libro se publicaba. Así durante diez años. Había sido un escritor prolífico, y realmente le había dado mucho trabajo a Ethan. Pero nunca le había dicho que no. Al contrario, le había animado para que escribiera más. El poco tiempo que le dejaba su trabajo en la panadería lo aprovechaba para leer los borradores que él le entregaba. Y más tarde, con una cerveza delante y rodeados por el ruido del bar, le comentaba su opinión al respecto.

¡Qué tiempos aquéllos! ¡Cuánto los añoraba! Ya no se podía echar marcha atrás. Ethan no estaba. La jodida soledad lo había matado. Por su culpa, por sus deseos irrefrenables, por no haber sabido mantener sujeto su miembro bajo el pantalón. Se tiró, y la corriente lo arrastró. No encontraron el cuerpo. Sus padres ya lo estaban viendo venir, pero les costó superarlo. De hecho, su madre no lo superó. Al poco tiempo, los tranquilizantes se encargaron de eliminarla. Pero su padre salió adelante. Tenía que luchar por un negocio que hubiera pertenecido a Ethan de haber seguido vivo. Tenía que hacerlo por él. Desde su muerte, las ojeras nunca desaparecieron de sus ojos. Incluso hacía un rato, cuando le había llamado para que se refugiara de la lluvia, se le podían ver. Nunca le achacó la culpa a nadie. No, su hijo estaba deprimido. Siempre había sido tendente a ello, lo había heredado de su madre. Solo él sabía la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Él, de un modo u otro, había matado a Ethan. Había sido capaz de matar a su mejor amigo.


Seguía llorando. Y la lluvia no había cesado. Llevaba la ropa completamente pegada al cuerpo de lo húmeda que estaba. La gente que lo conocía le gritaba por la calle que iba a coger una pulmonía. Pero le daba igual. A la hora de morir, la salud es lo que menos importa. Siguió avanzando. Con la cabeza agachada. Por el rabillo del ojo vio que a su lado había un edificio blanco. Lo conocía muy bien. Demasiado bien, para su desgracia. Allí fue donde la conoció, donde sus desgracias empezaron, donde destrozó su vida. Allí, en ese lugar, conoció a la necesidad.

¿Su nombre? ¿Por qué recordarlo? Le había jodido, eso era lo único que importaba. Su belleza le había cautivado desde el primer momento. Al principio se presentó como su ideal de mujer. Luego se descubrió lo que realmente era: una hija de puta arpía. Una furcia que había logrado lo que quiso desde el principio, ahora se daba cuenta. Dejarlo solo, abandonado y arruinado. ¿Se puede pedir más? En el fondo resultaba gracioso. Se sentó en las escaleras del lugar y, empapado, empezó a reírse a carcajadas. La gente que pasaba por la acera le oía y le miraba con cara extrañada. Pero él continuaba riendo. ¡Gilipollas!

Había sido la noche de presentación de su último libro. Todo eran luces y algarabía a su alrededor. La vio justo en el momento de sentarse en la silla, justo antes de empezar su pequeño discurso. Llevaba un traje rojo ajustado, sin tirantes, que resaltaba todas sus curvas. Su melena castaña y ondulada resbalaba por sus hombros suavemente. Sus ojos verdes le observaban detenidamente. Y sus labios tenían una media sonrisa pícara, esa que una vez le volvió loco y que ahora, al recordarla, le producía ganas de vomitar. Estaba de pie en una esquina, a su derecha. Parecía que estaba escondida, pero nada más lejos de la realidad. Todo el mundo podía verla, pero nadie se fijó en ella. Solo él. Cuando se sentó en la silla, tras haberla observado, una pequeña punzada se hizo notar en su miembro. Y los colores subieron a sus carrillos. Y ya no se pudo concentrar en nada durante la presentación. Tartamudeó, le sudaron las manos, se le cayeron los papeles... en fin, un desastre. Al finalizar tuvo que sentarse y beber agua para poder calmarse un poco. Volvió a mirar a la gente, que ya empezaba a dispersarse por la sala, y no la vio. Entonces consiguió calmarse un poco y pudo integrarse en la fiesta.

Mientras estaba conversando con la gente, copa de champán en mano, la volvió a ver apoyada en la barra. De nuevo la misma punzada. De nuevo se bloqueó su mente. Agachó la mirada y se abstrajo de la conversación. Volvió a levantarla y ya no estaba. No estaba en la barra. Porque ahora estaba a su lado. Muy educadamente se presentó al grupo y se despidió, rozándole levemente la cintura para introducirle, en el bolsillo de su chaqueta, una nota. La nota en la que ponía su número de teléfono y la dirección en la que él la iba a encontrar. A la mañana siguiente, ya le estaba llamando. No había parado de pensar en ella en toda la noche.

Así comenzó todo. Así comenzaron unos años al principio maravillosos, después amargos y trágicos. Para él, por supuesto, no para ella. Porque para él se convirtió en su primera y única necesidad. Pasó de no depender de nadie a depender de una persona de una manera total y absoluta. No en vano, con ella descubrió muchas cosas que con otro ser humano no había descubierto nunca. Ella le enseñó el placer del sexo, de dos personas abrazándose y besándose como si les fuera la vida en ello; le enseñó el placer de la vida en pareja, por primera vez su soledad disminuía; le enseñó a independizarse, porque hasta entonces había vivido con su madre. De todos modos, no todo fue un camino de rosas. Con ella también descubrió el sabor de la traición y del engaño, de la mentira y del odio. Pero, por supuesto, una vez que ya había perdido todo aquello que, si él hubiera estado más atento, le hubiera acompañado durante toda su vida.

Le absorbió. Los sesos, su miembro, sus ojos, todo. Cuando los encuentros comenzaron a ser más habituales, vamos, a partir de la segunda cita, porque ella no tenía ganas de esperar, quería desplumarle cuanto antes, y él era tal el ansia que sentía por ella que no podía dejar de verla ni siquiera un segundo. Fruto de esta absorción llegó el abandono del resto de cosas. Discutió con todas las personas que le importaban, pero le dio igual. La tenía a ella, ya tenía su necesidad cubierta, ¿qué más podía pedir? Ahora se daba cuenta de la respuesta: respeto. Solo eso, le daba igual que ella se hubiera largado con su dinero, que le hubiera engañado. Simplemente necesitaba, aunque no tenía mucho sentido darse cuenta ahora que no tenía remedio, respeto. Que ella hubiera sido sincera desde el principio, o al menos más clara. Que le hubiera tratado como a un humano, no como a un objeto. Porque no se lo merecía, ni él ni nadie.

Empezó a mosquearse cuando ella, tras haber conseguido aislarlo del mundo, pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, según ella haciendo sus cosas y quedando con sus amigas. Mentira. Quedaba con su amante. Solo para acostarse. Acostarse y hacerle daño. Porque solo así la iba a dejar. Porque solo así podía estar con su nueva vícitma otros equis años y dejarle en la ruina también. Pero al errante el mosqueo se le pasaba en seguida, cuando entraba ella a casa y la veía desvestirse solo para él, y le empujaba a la cama, y dejaba que la poseyera. ¡Dios, eso sí que merecía la pena! Luego revisaba sus cuentas. Muchos bajones repentinos e inexplicables. Hasta que un día ya no pudo hacer frente a ninguna deuda. No, ya le había arruinado.

Tuvo además la desfachatez de ser ella quien lo abandonara, aduciendo que claro, ella no podía estar con un hombre que no podía mantenerse a sí mismo. ¡Hija de puta! ¡Si toda tu mierda de vida has sido una mantenida! ¡Si en estos años nunca has tenido los huevos de ponerte a trabajar y meter algo de dinero en casa! ¡Si...! En fin. Luego se enteró que no se estaba gastando el dinero, sino que lo iba sacando poco a poco y se lo iba ingresando en una cuenta que tenía aparte. ¡La muy zorra!

¿Dónde estaba ahora? Sinceramente, no le importaba. Seguro que follándose a un multimillonario, se dijo. Las palabras inapropiadas no formaban parte de su vocabulario, pero esta vez se estaba permitiendo un lujo. El último que se iba a dar. Total, qué más daba. ¿Quién le iba a castigar o a regañar? Así se había mantenido esa mujer a lo largo de los años. Una meretriz profesional. ¡Pero qué cuerpo tenía! El deseo hizo amago de salir a la luz. ¡Enfermo salido! Que le aproveche. No quería dejarla vencer, pero hacía ya tiempo que le había ganado la partida. Jaque mate. Había intentado recobrarse, contraatacar, demostrarle que aún estaba vivo y podía luchar por una victoria. Pero le había sido imposible. Estando solo, sin nadie que le apoyara, era muy difícil volver a poner las piezas en pie. Así que abandonó el juego y dejó que atacara al rey de su partida. Dejó que le atacara y le venciera. No tenía ya fuerzas para nada. Había llegado a un punto en que ni siquiera quería tenerlas. Estaba cansado. Todo le daba igual. Miró arriba. Ya no llovía.


Ya había llegado a su destino. El puente viejo del río. Ahí, y no en otro sitio. A las afueras de la ciudad, donde nadie podía verle, y arrastrado por la corriente, nunca podrían encontrarle. Se sentó con las piernas colgando. Pensó en desnudarse, pero decidió no hacerlo. Con esa ropa se había despedido de su casa, con esa ropa iba a morir. Estaba todo planificado. Se empujaría, una piedra le golpearía la cabeza y moriría al instante. Sin sufrimiento. Bastante había tenido ya. Una vez muerto, desaparecería y se descompondría. Serviría de alimento. Vaya, pensó, por una vez voy a hacer algo útil. Volvió a sonreír. Con una sonrisa amarga, con una sonrisa a la que acompañó con un torrente de lágrimas. Decidió no alargarlo más. Sabía que si tardaba en hacerlo, corría el riesgo de arrepentirse, y no estaba dispuesto.

Miró al cielo. Cerró los ojos. Se empujó con las manos y despegó su trasero. Cayó. La piedra le golpeó. Y la corriente le arrastró. El errante seguía errando, vagando, esta vez por el mundo de los muertos, si es que existía.

Descanse en paz.



1 comentario:

gela dijo...

ya sabes mi opinión..jeje